La ciudad sin olor

Algo extraño pasaba, extraño e incluso aterrador. Esa cálida mañana primaveral no era como debería ser. Y es que la suave brisa debería traer consigo olores que hiciesen recordar largos paseos por el campo. El olor a tomillo y romero, a las flores de nombres desconocidos pero brillantes colores de la vera del camino. El olor de los días soleados, con ese leve matiz de optimismo. Pero nada de eso. No olía a aire fresco y limpio; más bien olía a… nada. Absolutamente nada. Ni un aroma arrastrado, venido desde lejos, ni un olor predominante, que encubriese a los demás. Y esa sensación era horrible. No captar absolutamente ningún olor era casi como no poder respirar. Por mucho aire que entrase por la nariz no se llenaba el vacío.

Al pasear por las calles de la ciudad, el olor de las comidas no le jugaba malas pasadas a los estómagos hambrientos. Ni potajes, ni barbacoas, ni menús diarios ni comidas de lujo. El aroma de las comidas exóticas ya no transportaban a lejanos países. Ni curry, ni canela, ni pimienta, ni cilantro, ni limón. La fragancia de las muchachas recién duchadas no se mezclaba con las de los jardines que aparecen sin avisar en los más escondidos rincones. Los bebés ya no tenían ese olor que a todo el mundo le gusta, a inocencia. El galán de noche había perdido su galantería. Ya no se podía oler la tormenta lejana, ni la tierra mojada. Y en el mar solo quedaba un terrible vacío. El olor de las vacaciones, de la infancia, de los paseos por la orilla, no había nada. No se olía a agua salada ni a brisa fresca.

Todo había desaparecido. Ese maldito aire neutro lo inundaba todo y llegaba hasta los pulmones. Y poco a poco todo el mundo se olvidó de los olores. Se olvidó de los olores, los aromas, las fragancias, los perfumes. Hasta que un día todos esos olores volvieron en forma de esencias sintéticas, conservadas en pequeños frascos de cristal ensartados por palitos. Y esos olores ficticios remplazaron a los de verdad.