Las pequeñas cosas son las que crean y destruyen las cosas grandes, la alegría, el valor, la esperanza o el amor. A las pequeñas cosas les gusta anidar en el corazón, en silencio, como hormiguitas afanosas que cavan largos túneles. Al principio pasan desapercibidas, parecen tonterías, es una sonrisa de medio lado, no especialmente bonita, un pelo rebelde que no obedece al cepillo, la risa tonta que no se puede contener, el olor a café por las mañanas, la sobremesa y algunas noches y más mucho más. No se les hace caso, parecen inofensivas, el cerebro las ignora y entonces se hacen fuertes y ya no se van. Para bien y para mal.
El amor, esa cosa tan grande, tiene mucho de pequeñas cosas, lo tiene todo. El amor que se explica con razones contundentes, no es amor, es otra cosa; pero el amor que no se sabe explicar, ese es el de verdad, porque ese «no lo se» esconde todas las pequeñas cosas. Es un amor de muchas, muchas, muchas cosas pequeñitas que se escurren entre los dedos de la razón y colonizan todo el ser. Fíate de quien no sabe por qué te quiere y ama tú del mismo modo.
Pero el desamor también son pequeñas cosas, mucho más terribles, contra las que no se puede luchar. No son un gran enemigo al que atacar de frente, son pequeños infiltrados silenciosos que llegan de uno en uno y se convierten en una guerrilla. Al principio no se les da importancia, de insignificantes que son, pero cavan en silencio y sus túneles se extiende muy profundos.
¡Ay las pequeñas cosas! Tan maravillosas y tan terribles.